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Su cara era como la de otros pibes que andan por la siesta, cortando el aire del verano, que recién empezaba, entre las calles de las ladrillerías.
Está dicho, el oeste de la ciudad alberga todos los mundos y todas las circunstancias.
Había intentado llover ese día, frustrados nubarrones se alejaban dando paso a la brisa fresca que fecundaba el olor a tierra mojada de las cercanías.
En eso andaba yo, caminando por los senderitos de hormigón que se desarman, cuando en una de las cunetas de los desagües de Montecarlo y Barrio Nuevo, un gurisito de no más de un metro se orillaba con su botecito de mitad de rueda, de tractor o camión.
Apenas si se había acumulado 30 cm de agua, lo suficiente como para que el navegante tomara una rama, se aprovisionara con un pedazo de pan en la boca y se largara a la deriva.
El bote avanzaba apenas, pero siempre la salida se complica.
Desde mi perspectiva, el sendero por el que apoyaba mis pies se volvió puerto y en un instante me encontré saludándolo, como sabiendo que podía llegar adonde el río o el mar fueran suyos.
Él apenas si levantó su mano. Lo comprendí. Tenía un viaje muy importante.